Monday, October 31, 2016

Crónicas de barra/ Caricias raras.

Caricias raras

Desde dentro de “Essence” se ve la terraza, una calle de ladrillos grises por donde camina la gente y que mi hermano hizo parte de su propiedad cuando lo decoró con un par de sofas dos poltronas y tres mesas con sillas. Cuando no está muy caliente o muy frío la gente se sienta a tomar cervezas o vinos, piden tapas y allí se quedan charlando por horas. Me recuerda  Sabana Grande en la Caracas de los 80 cuando salíamos de la universidad y nos sentábamos en cualquiera de las terrazas que existían, afuera de los bares a tomar café, allí también pasábamos horas resolviendo los problemas del mundo, todos éramos de izquierda, una utopía que pretendía repartir los bienes por igual entre ricos y pobres, cuarenta años después la “izquierda” tomó el poder, obligó a los ricos y sus empresas a salir del país, convirtió en super ricos al grupito de los amigos del gobierno, eliminó a la clase media que se sumó a los que ya eran pobres y nunca dejaron de serlo, y como si fuera poco, miles de los que sobrevivieron al hampa y a la falta de oportunidades se convirtieron en los nuevos inmigrantes en el mundo entero.

Por la ventana que da hacia la terraza, veo dos parejas bien vestidas que no vinieron a pie porque uno de los cuatro llegó en silla de ruedas, tal vez se estacionaron en los pocos espacios que tiene el bar por un costado.  Son nuevos clientes, así que mi hermano se apresura a darles la bienvenida y a tomarles el pedido, regresa con la orden y rapidito me comenta: “vienen del sur” , Puerto la Cruz donde queda "Essence", está al norte.

Intento ayudar, pero mi hermano se hace cargo, son cuatro mojitos, especialidad que elabora en serie, pone cuatro vasitos y en cada uno, una cucharada de azúcar, tres pedacitos de limón  (de cada limón salen 12 pedacitos), cuatro hojitas de yerbabuena y el chorrito secreto, que como les dije, guarda en una botella de vino. Mezcla los ingredientes con un mazo, les echa hielo picadito hasta arriba, una medida de ron y soda.

Las parejas la conforman una mujer bella que disimula muy bien su edad entre joyas, maquillaje y botox, un hombre impecablemente vestido, parece un príncipe sentado en su trono de ruedas a quien el otro hombre ayuda con la silla, la cuarta persona es una mujer de cabellos negros atractiva.  A simple vista podría tratarse de una pareja de padres con sus hijos pero los mayores son rubios y los otros parecen latinos, están arreglados pero sin la clase y el buen gusto que despliegan sus amigos sesentones.

Reciben sus tragos, en los que han exigido se use el  mejor ron que tengan en casa. Ovidio, mi hermano, suele usar el mismo para todos porque los vende muy baratos, en este caso, le explica que tendrá que duplicar el precio porque le pondrá “Santa Teresa”, el roncito venezolano que solíamos llamar “caballito frenado”, por el logo que mostraba a un hombre frenando a un caballito, en vez del ron blanco que todos usan en la isla y que a mi me da dolor de cabeza no más de olerlo. La botella del ron malo Bartemi, cuesta 7 euros, “ el caballito” 12, de allí, de cada botella sacaran por lo menos 22 cuba libres o 22 mojitos de los caros, esto es parte de los secretos del bar pero que aquí, que es mi espacio, deseo compartir. A cada trago en un bar se le gana 10 veces o más, el valor de lo que cuesta. Mi hermano comenta: “yo sólo le saco cuatro veces el precio, porque si lo vendo más barato no cubro los gastos y si los pongo más caros no me lo compran, a sus clientes  canarios le gusta lo más barato”.

Las parejas siguen afuera disfrutando de los mojitos y de la conversa, piden otra ronda y que les pongan cualquier bolero de Los Panchos, como son los únicos en la terraza y en todo el bar, Ovidio los complace. Yo desde mi lugar estratégico, donde miro sin que me miren, noto que la  joven desliza una mano por la pierna del príncipe en su trono de ruedas, allí la deja, al principio pienso que puede ser su asistente y que le está arreglando algo, porque como es minusválido, necesita ayuda especial, miro de nuevo y la mano sigue allí, desplazándose suavemente por la pierna derecha, sin que nadie en el grupo parezca molestarle aquella actividad, o tal vez ni se han dado cuenta. Siguen charlando y riendo, sólo yo noto aquellas muestras de cariño que para mi son prohibidas o por lo menos raras, no estamos en Cap’d Agde al sur de Francia, en donde es normal que la gente comparta parejas ( quienes lo hacen se llaman swingers).

No comento nada, me acerco a la mesa con la ración de manicitos de bolsa, que acompañan  la segunda ronda, sonrío y les saludo, con un buenas noches, tratando de entender al cuarteto y ver si la señora mayor está molesta, o si ha notado que a su marido se lo están tocando, nada, la señora sigue feliz hablando con el que me imagino es el marido de la más joven, cada quien disfrutando de los cuentos y de alguna manera, en secreta complicidad de la pareja del otro.